sábado, enero 30, 2016

Puerto Carreño, expedición para curar el desparche

“¡Velaaa, maricaaa! ¡Vamos pa´ Puerto Carreño!” ¿Algo que considerar ante semejante invitación? Puerto Carreño está en la mismísima m… en la punta del país, llegar allá como que es un pedo... “¿Cuándo arrancamos?”


La ciudad más oriental de esta atribulada nación, en esa esquina delimitada por las aguas del río Meta y la poderosa corriente del Orinoco, queda lejos de absolutamente todo; es una de esas urbes remotas tradicionalmente olvidadas por este folclórico gobierno central que tenemos, a las que lo que allá llega debe tomarse su tiempo, sean provisiones, medicamentos o personas, y el tiempo que se toman no está dado en sí mismo por la distancia, sino por las precarias condiciones de la vía que la comunica con el resto del país.

En los tiernos y ya casi olvidados tiempos de mi infancia, recuerdo haber visto en un álbum amarilloso varias fotos de mi abuelo y sus cuatro hijos, en una de ellas  se les vía en lo que era la titánica labor de sacar el Aro Carpati de la trampa que por aquel entonces era el camino. Esas fotos tendrán unos 50 años pero por lo que coincidencialmente mostraban las imágenes de un noticiero en su sección de “El periodista soy yo”, la diferencia entre el entonces y el ahora era prácticamente imperceptible. La vía a Carreño era y sigue siendo uno de esos caminos que son un calvario para quienes viven por allá, pero un festín para quienes como nosotros buscamos excusas para aventurarnos unos días.

Como se veían de linditas el primer día
¿Y qué decir de quienes conformábamos el grupo de esta no muy bien planeada expedición? Que en principio éramos tres, que luego se pegaron otros dos, que de los tres iniciales uno se quitó porque la señora le armó otro plan (y ya sabe hermano, la familia… es la familia), y que uno de los dos pegados terminó quitándose el día que salíamos con la excusa médica no avalada, de una “indisposición intestinal” que según el parroquiano de marras le tenía los intestinos con salida directa por delante y por detrás, hasta fotos mandó con cara de padecimiento, sin embargo a la fecha ninguno de los expedicionarios puede aseverar que eso haya sido cierto y más bien pensamos que, como lo puso con acertadas palabras el amigo Fernández: “la ausencia del hombre fue el resultado de un exceso espirituoso durante los festejos de la noche de año nuevo, mezclado con un guayabo el hp y una alta dosis de feminidad”.

Quedamos entonces tres nuevamente y a saber: Marco Saldarriaga, alias “Marc Salda”, avezado piloto en pistas off road, dakariano de mérito y el de la idea de hacernos los mohicanos por aquello de tener algo para recordar. Daniel “Velón” Fernández, la reencarnación criolla de Casanova, el de la respuesta rápida y el tiro pendejo e inevitablemente gracioso. Por último Daniel “El Pinchaito” Velandia, lo de pinchaito tiene su explicación, el tiempo sabrá limpiar mi nombre, Fernández por su parte encontrará otro mote para reemplazarlo.

Antes de continuar hacia los Llanos Orientales, Velón y Marc Salda cambiaron llantas a la llegada en Bogotá
Día 1, De Medellín-Bogotá la vía es ya muy simple y rápida, entretenida, eso es innegable, particularmente desde que se sale de la capital antioqueña hasta llegar a Puerto Triunfo, de ahí se abre el tramo de La Ruta del Sol que es una pasada a los mandos de la KTM Adventure 1190R de “Velón” con sus tantos caballos de fuerza, a la Teneré 660 de Marc y la #siempreigualnuncacambies KLR650 de “Pinchaito” las altas velocidades no se les dan tan fluidamente. Viaje simple y expedito sin más méritos que el aguacero que nos empapó en pleno efecto de “El Niño”, pero sobre todo por los portentosos sándwiches de pernil que encontramos de casualidad a la llegada a la ciudad capital mientras esperábamos que la tía Yoli llegara a su casa, donde pernoctaríamos aquella noche.

Día 2, Salida de Bogotá vía La Calera por unas veredas hasta ahora desconocidas para el fulano que esto escribe; seguíamos la ruta de un rally que Marc Salda y Velón habían disputado hacía unos ocho años atrás, que de La Calera lleva a Sopó y a Güasca, desde allí un camino estrecho, a veces polvoroso y otras enmarcado por el  magnífico paraje casi de páramo en las alturas de la cordillera, nos llevaría luego hacia la tibia población de Gachetá. Fue a pocos kilómetros de allí donde inició el calvario de la expedición:


Pinchadura 1, neumático trasero estallado en el acto. Neumático de repuesto listo, compresor y herramienta listos ¡Manos a la llanta! Compresor chinei saca la mano al primer intento, afortunadamente había otro a la mano. Pinchadura 2, en la entrada de Gachetá, justo en el pueblo a menos de diez minutos de haber cambiado el primer neumático. Visita obligada al monta llantas local, otro neumático nuevo instalado más otro, también nuevo, de repuesto, para entonces ya íbamos al menos con dos horas de retraso, almorzamos un pollo asado que sabía a Cuy y partimos hacia Guayatá. Pinchadura 3, en una curva lenta a las puertas de una pequeña casa campesina. ¡Carajo, qué es esta maricada! Neumático nuevo montado, la señora de la casa, en un estado de pulcritud que no le permitiría entrar al WC de un estadio pero con una sonrisa algo mueca y demoledora, nos pregunta si nos gusta el guarapo a lo que en unísono respondemos que sí. ¡Ah, las bellezas del idioma! Lo que en antioqueño es aguapanela fría con limón, en Guayatá es chicha fermentada servida en totumo. Dos sorbos de eso y ya empezábamos a sentir los efectos, “Mil gracias mi señora pero tenemos que seguir andando y si tomamos más terminamos con las patas pa´ arriba”.

En Somondoco paramos a parchar el neumático estallado y tenerlo como repuesto. Para entonces la tarde ya empezaba a languidecer de manera que fue necesario abandonar la ruta del rally y tomar la vía principal que bordea el embalse de Chivor abriéndose paso entre las entrañas de la montaña a través de lúgubres túneles de los que caía agua a borbotones. El paisaje cuando no se está entre los socavones resulta impresionante con el lago que inunda en larguero serpenteante las raíces de la cordillera. El propósito de ese día era llegar a Monterrey para recuperar algo del tiempo perdido, sin embargo el cielo tenía otra cosa en mente y a la entrada de un pueblito llamado Santa María se dejó largar uno de esos lapos de agua que hacen temer la llegada del diluvio universal. No hubo de otra más que escampar bajo unas tejas degustando el rato con galletas Ducales, tajadas de salchichón, una lata de atún y bananos manzana. Cerrada la noche cesó el miserable aguacero y encontramos un hotel a quince mil pesos la noche donde recostar los huesos y secar los harapos confiando en que lo de llanta chuzada fuera prueba del destino por un solo día.

"Mochilero" es el nombre de este pájaro, el ayudante del monta llantas
Día 3, Pinchadura 4. A la salida de San Luis de Gaceno poco después de haber partido de Santa María. Monta llantas una vez más, solo que aquí teníamos el singular atractivo del ayudante del negocio, un pájaro rescatado de la calle que optó por quedarse y poner de su parte para complicarle las cosas al viejo que opera el establecimiento. Para ese entonces lo de “Pinchaito” ya dejaba de ser gracioso para volverse más una maldición. Para mis adentros tengo que Marco y Daniel le daban vueltas y vueltas a la idea de deshacerse del retardante, sin embargo ninguno de los dos, si lo pensó, lo manifestó de ninguna manera y a pesar de los inconvenientes ambos se portaron como excelentes compañeros de ruta. Fue el viejo de este monta llantas quien dilucidó el misterio de las continuas chuzadas: una llanta de reputada marca, con apenas 2.000km en su haber, y vendida por un aún más reputado establecimiento en Medellín, resultó rajada por dentro de manera que cada vez que coincidía esa parte de la llanta con una protuberancia del camino, ¡zas! estallaba el neumático. El Pinchaito podía ya recuperar su dignidad.

Así como un bálsamo para el espíritu de todos nosotros luego de un día y una mañana enteros de pinchar y despinchar, la carretera que nos condujo desde las estribaciones de la cordillera hacia la inmensidad del Llano nos regaló un festín absoluto de curvas bien asfaltadas con todo grado de inclinaciones y trayectorias, un tramo de esos que inspiran libros enteros de motociclismo enmarcado en infinitas tonalidades de verde casi hasta llegar a Villanueva, lugar en el que se cambió la llanta por una nueva.


Día 4, de San Juan de Arimena salimos casi a las cinco y media de la mañana, allí habíamos llegado la tarde anterior luego de sortear el duro camino de tierra y piedras puntiagudas que une a Barranca de Upía con Cabuyaro, lugar en el que tomamos el ferri para cruzar el río Meta por primera vez, luego continuamos hacia el Llano dirección a Puerto Gaitán y desde ahí cubrimos los ciento y punta de kilómetros de mala carretera, como la de la foto de mi abuelo y de la sección del noticiero hasta la pequeña población. La noche aún teñía el cielo cuando arrancamos, un oso hormiguero que parecía del tamaño de una mesa para 4 personas salió tan despavorido como se lo permitieron sus patas cuando nos le acercamos por la carretera, se veía lo que alcanzaban a alumbrar las luces y las exploradoras de las motos, pero no lo suficiente para evitar estallar la llanta delantera de la KLR (y esta vez sí fue mi culpa). La despinchada valió la pena solo por contemplar la salida de esa pepa deslumbrante en que se convierte el sol cuando se está en los llanos orientales. Ya despinchados por quinta vez, y ahora sí en la llanura de la canción, continuamos la que sería la etapa más larga del viaje.

Puede que la comparación resulte ambiciosa o llanamente ridícula, pero guardadas las proporciones si en Argentina andaban los duros sollándose su Dakar, en los llanos ibamos estos tres cual centauros galopantes viviendo nuestro propio rally. Fue entonces cuando Marc Salda, haciendo gala de su nuevo apodo, sacó a relucir sus dotes dakarianas dejando solo una densa estela de polvo a quienes le seguíamos, Velón recordó sus días de campeón nacional de rally mientras el Pinchaito hacía sus primeros pinos en carreteras destapadas a velocidades con tres dígitos en el velocímetro.


Cantaba el señor Briceño: “Ay mi llanura, embrujo verde donde el azul del cielo se confunde con tu suelo en la inmensa lejanía”, y el tipo tenía toda la razón en cantarlo. A lo largo de un día en el que recorrimos unos seiscientos kilómetros de caminos como los de la foto de mi abuelo y de “el periodista soy yo”, la bravura del llano se extendía ante nosotros, nos rodeaba sin tregua encantándonos con su majestuosidad, la dificultad del camino, la distancia y la oportunidad no muy frecuente de ir cada uno en lo suyo y a su manera en ese estado Zen al que se llega cuando el hombre se enfoca simple y llanamente en existir con su moto. La “sabaneada”, más allá del tiempo que te demores en recorrerla, de la temperatura y las trampas del camino, es precisamente el máximo encanto para quienes van en la moto explorando esos caminos que se abren, se cruzan y se juntan continuamente.

En La Primavera paramos a hidratarnos y despachar el equipaje no necesario que llevábamos en las alforjas Terek que, lamentablemente, no estuvieron a la altura de la expedición (más de esto en otra nota, baste con decir que la falla de las alforjas se debió más que nada al mal uso que se les dio). Ya más livianos continuamos hasta el río Muco por un sendero de arenilla rojiza, esa que tiñe todo lo que toca con su particular color y que en la moto es un deleite por el grado de adherencia que permite derrapes con solo pensarlos. Algo más adelante, cuando ya empezaba a caer el atardecer abriendo su paleta en mil tonos de amarillo y naranja sobre el horizonte, nos detuvimos en una zona de pequeños montículos que se elevaban sobre la planicie para que Daniel le diera una última y sentida despedida a las cenizas de Don Humber. Cuando fue el momento retomamos la ruta, adentrándonos en la noche mientras que casi al ritmo que el cielo se oscurecía, veíamos como el camino se transformaba también perdiendo el encanto de la sabaneada para volverse cada vez más carretera y menos sendero.


Silenciar el motor y apagar las luces en medio del infinito de la oscuridad más absoluta solo para mirar hacia arriba y dar gracias de estar allí, quien lo ha hecho puede entender lo que siente.  Y después de este acercamiento con la existencia retomar el camino para encontrar el destino y buscar una ducha y un descanso bien merecido. 

En la capital del Vichada, esa ciudad que se erige entre la llanura y la tesura de las rocas milenarias que se yerguen a orillas de los bravos ríos, ciudad de atardeceres de postal, con su ajetreado ritmo de ciudad pequeña/pueblo grande, con los cientos de motos que zumban entre sus calles llenas de actividad a pesar del calor que azota cada tramo sin sombra; allá dedicamos el quinto día a lavar y organizar nuestras monturas, a poner los respectivos denuncios porque en medio de la noche y a hurtadillas la XT y la KLR botaron sus placas #vayaunoasaberdonde. Se les dio un ajuste general, necesario luego de tanta vibración y definimos el plan de acción para el día siguiente mientras disfrutábamos de una doble dosis de refrescante cítrica en el malecón a orillas del Orinoco.

Si en Puerto Carreño te encuentras toma un tour en lancha, que te lleve a las piscinas del Orinoco, las que se forman cuando baja el río descubriendo unas piedras gigantescas entre las que quedan pozos a los que puede uno tirarse desde la cima de las rocas. Los pozos obviamente son de agua estancada como tan precisamente lo señaló Marc Salda, quien se definió a sí mismo como un hombre más de tierra/aire que de agua negándose a entrar en semejante caldo de quién sabe qué bacterias. A los Danieles como que se nos olvidó la lección de “escrupolosidad” y allá fuimos a dar en el agua estancada pero fresca, el Fernández con más ímpetu y braveria que el Velandia, todo hay que decirlo. De las piscinas hay que pasar a la “piedra de la luna” una sorprendente roca que ha sido moldeada por el paso del río dándole una apariencia lunar, o de queso Gruyere según se le prefiera. Allí las aguas ya no están estancadas y más bien si uno se descuida el río se lo lleva a dar un paseo, tiene además esta roca unas grutas en las que el agua se arremolina  y le masajea a uno cada pulgada, todo un jacuzzi natural relajante y refrescante.


Si luego gustas de un parche algo más calmado, dile al de la lancha que te lleve río arriba por el Bita, otro afluente del Orinoco que confluye muy cerca de la ciudad. Sus riberas están llenas de peces a tal punto que este es uno de los destinos favoritos a nivel nacional para los amantes de la pesca deportiva. Nuestro plan no incluía el sacrificio innecesario de animales de ningún tipo ni especie por lo que el plan consistió en subir por el río hasta encontrar una playa tentadora en la cual desembarcar para luego lanzarnos a las calmadas aguas y con la ayuda de dos chalecos salvavidas, uno debidamente usado como mandan los manuales y el otro como un calzoncillo, dejarnos llevar por la corriente de vuelta hacia abajo a ver hasta dónde llegábamos. Puro relax.

El cierre para un día como este no podía ser otro: sentados en la pequeña embarcación allá en la boca en que se funden las aguas del río Meta en las del Orinoco. Ahí donde el agua es más turbia y agitada es donde se reúnen los delfines rosados a buscar el fiambre. Y ya se sabe cómo es esto de los avistamientos naturales, si alcanzas a ver un lomo puedes darte por bien servido, si es una aleta vete a dormir tranquilo y si es una manada entera la que no solo muestra sus aletas, sino que como en los documentales saltan en frente tuyo, juegan, se devuelven, saludan con la cola, uno tras otro, tras otro… el éxtasis de un momento como este no es otra cosa que un bálsamo para el espíritu. Habría que ser demasiado yupi para no dejarse conmover por semejante espectáculo de la naturaleza.

Con el alma llena y las energías recargadas, retomamos al día siguiente el camino de vuelta hacia el terruño variando un poco la ruta. Con mejor paso que a la ida desandamos kilómetros hasta La Primavera. Una reparación no programada nos retuvo allí por lo que debimos esperar a la siguiente mañana para embarcarnos en un bongo y cruzar de vuelta el río Meta en lo que constituye una de las experiencias más azarosas vividas en moto, repetible cuando quiera eso sí. El ferri por esos lados anda en desuso en estos días de dura sequía en los que el todo poderoso afluente ha perdido buena parte de su caudal. Desembarco y a explorar la sabana desde la Hermosa, una vez más por senderos que se entrelazan confundiendo al eventual explorador que luego fueron reemplazados por una carretera afirmada de piedras puntudas que tuvo como único mérito conseguir que Velón terminara refunfuñando y con desespero por volver a ver el asfalto. Este nos esperaba en Paz de Ariporo, Casanare, desde donde tomamos rumbo hacia Yopal, tramo en el que Fernández nos dejó botados justo cuando a Marc Salda se le estalló el neumático trasero muy seguramente por las altas temperaturas y el avanzado desgaste de las llantas.


A partir de ahí las cosas fueron retomando el cauce normal, como suele suceder cuando el pavimento reemplaza la tierra, se agradece el descanso y las menores sacudidas pero el grado de emoción deja de ser el mismo evaporándose la emoción de un derrape o del cruce del broche al que le falta medio piso. Sin embargo los cuerpos y las motos pedían ya un descanso, de vuelta a “la civilización” ya rodando sobre una moderna carretera de tres carriles en cada sentido, el día empezó a bajar el telón ya no con majestuosos despliegues de amarillos y naranjas en el firmamento y sí con zumbadoras luces blancas y rojas que cada vez se hacían más vivas transitando aceleradamente sobre el asfalto.

Con la caída de la noche bajaba también el telón de esta pequeña expedición no muy planeada, lo que seguía en adelante no era más que trámite y sin embargo una parte de cada uno de nosotros se había quedado allá en los llanos, esperando que vayamos de vuelta a recogerla para poder volver a vivir una de las mejoras experiencias de moto que hayamos tenido oportunidad de disfrutar. Aplica al menos en el caso del aquí suscrito.

Fotos: Las filtradas de Marc Salda, las bien de Velón, las sin Filtro de Pinchaito

Día 1


Día 2

Primera pinchada cuando apenas empezábamos a tomarle el gusto al destapado
Menos de diez minutos después de haber arrancado ya estábamos otra vez en estas

La chicha fermentada en totumo, solo hay que verle la cara a "Velón" para saber cómo estaba
"Así se ve la despinchada desde las veguas de Marco" palabras de Daniel Fernández
El embalse de Chivor es un espectáculo para apreciar a cualquier hora del día...
...las caras no tanto



Esperando que escampe en Santa María
Día 3
"Mochilero" queriendo arreglarle la barba a Fernández
Esta fue la causa de tantas pinchadas, una llanta con 2.000km encima


Cruzando el río Meta en ferri
¡No pues! ¡Qué haremos con semejante trío!





Había que aprovechar la tarde para un merecido mantenimiento a las queridas
Mosquitero, apeñuscamiento, y aire acondicionado por $15.000
Día 4
Amanecer llanero... con despinchada como para variar





A algunos no les va tan bien en este camino
"Don Humber"



Día 5






Día 6

La "Piedra de la luna", en el medio de la corriente del río Orinoco


Flotando río abajo por el Bita

Avistamiento de delfines rosado, el final perfecto para un día magnífico
Así como cuando el guía del paseo resulta con el mismo corte




Día 7



Sabaneando 












Mientras unos trabajamos Fernández en cambio...
Día 8
Esperando el bongo para cruzar de vuelta el río Meta
¡Media vuelta llave que la salida es por otro lado!








Esperando el bus, esperando el bus







Última chuzada y esta no fue de la KLR
Subiendo al altiplano cundiboyaco, ya hacia el final de la historia